2008/01/11

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  • La familia
  • El País, 2008-01-11 # Ruth Toledano

Laicismos aparte, lo más sorprendente es que esa concentración en defensa de la familia la montaran Rouco y sus secuaces en plena Navidad, justo cuando más familiares estábamos. Mientras los cruzados abandonaban sus hogares en buses que dejaban atrás pueblos y ciudades, mesas y manteles, paquetes de regalo y copas de champán (del cava, ni hablamos), nosotros andábamos liados acogiendo a familiares y amigos, haciendo llamadas para trasladar nuestros mejores deseos, ultimando preparativos para recibir invitados, envolviendo regalos.


Por si les sirve de consuelo o alivia el terror que sufren a causa de la que consideran nuestra deriva familiar, les doy mi fe laica de que he visto cómo los más descreídos, presuntamente, de entre los nuestros, los más despegados, los más solitarios o independientes, los más traumatizados incluso, los menos proclives a defender su núcleo primigenio, esa familia que por divino azar les ha caído en gracia o, tantas veces, en desgracia, cumplían, si no religiosamente, sí social y humanamente con sus particulares compromisos y ritos familiares.


Algunos, nada sospechosos de mantener las obligaciones propias de sus vínculos genealógicos, han declinado mi invitación de venir a casa porque tenían que cenar con el padre que nunca les ha aceptado o con la madre que les hizo la vida imposible durante años, o con los hermanos con quienes apenas tienen en común la pesada abstracción de una carga genética.


Otros, por su parte, se cruzaron en carretera con los cruzados cuando iban o venían de un encuentro familiar alegre, que renueva la ternura como un guiño puntual y suficiente, que mantiene y sella el doble sentido de un compromiso. Así andábamos todos, en realidad, defendiendo, como quien dice, a la familia cuando llegaron las huestes provida a recordarnos que teníamos que hacer lo que estábamos haciendo. El caso es llevarnos la contraria.


El problema, para ellos, es que nosotros estábamos defendiendo más la familia que sus cruzados de la plaza de Colón. Una familia, además, más cristiana; de un más sincero cristianismo, quiero decir. Si eso nos importara un rábano. Como parece que les importa a ellos, paso a explicarme. Mientras las huestes con sotana teñían de negro las calles aledañas a la sede del PP, yo me quebraba los cascos pensando qué podíamos cenar en Nochevieja, pues íbamos a ser veinte. Como mi casa es vegetariana porque estamos en contra del maltrato a los animales que los señores obispos bendicen en las fiestas patronales españolas y degustan en los canapés vaticanos de hígado de pavo torturado, decidí cocinar unas lentejas con verduras. Aunque es un plato sencillo, me hice con los mejores ingredientes, para agasajar a mis seres queridos. Colgamos de las vigas cintas de colores, que decoraron la casa aunque no eran espumillón. Instalamos la mesa de mezclas para la fiesta. A falta de cristalería y vajilla lujosas, completamos el menaje necesario con platos y vasos de alegres colores, aunque de su padre y de su madre. Hicimos lista de bebidas para la fiesta y salimos a comprarlas en dulce compañía y generoso bote.


A las nueve de la mañana del último día del año, la que suscribe salpimentaba cuatro perolos de lentejas. A las nueve de la noche, empezó a reunirse la familia.


A ver qué opinan de esta familia los líderes provida: hermanastras que darían la piel por su media sangre; parejas heterosexuales que llevan años amándose sin contrato; parejas homosexuales exultando a besos un año de amor; orgullosos primos y primas de sangre, políticos y de adopción; fieles cuñadas de hecho; hermanos del alma mía; vecinos bien avenidos, que ya es decir; cálidos venezolanos en acogida; niños árabes por los que mataríamos si les tocara un pelo un cura bostoniano; amigos jordanos con los que coincido en no comer cerdo; pianistas japonesas adolescentes que brindan por primera vez; perfumados gays a quienes me presentan por su nombre de pila cuando les sirvo un cucharón; gatos rescatados de la calle para que fueran los reyes de la casa; chihuahuas adoptivas, cardiacas, sin papeles y de mis entrañas.


Cuánto amor. Qué luz. Qué gran familia. ¿O no?, señor Rouco. ¿No era éste el sentimiento universal que ustedes me inculcaron? ¿No era ésta la alegría de compartir a la que se referían? ¿No era así la fraterna celebración de la vida que ustedes propugnaban? ¿No era así la mesa a la que me habría gustado sentarme cuando era una niña entre sus sotanas y me abandonaban en Navidad a mi mala suerte familiar?


Mentían. Y mienten. Lo suyo no es amor. Así que, déjennos en paz, seres oscuros.

1 comentario:

Ricardo Ruiz AEAT dijo...

Ésto es hablar claro, con sentido y sensibilidad. Afortunadamente contamos con voces como la de Toledano para neutralizar la mierda que escupen buena parte de los de la sotana.